Había que tener el tamaño espiritual de Joseph Ratzinger para cobijar —como se ha dicho— una inteligencia de dimensión agustiniana y a la vez presentarse frente a la cristiandad como “un humilde trabajador en la viña del Señor” o concluir su autobiografía asimilándose a un burro de carga. Defensor de la dignidad intelectual de la Iglesia en el mundo moderno, a Benedicto XVI se le ha considerado epígono de ese genio germánico que alumbró a Kant o a Lessing, mas quizás resulte más ajustado preguntarse si en su obra y su vida no se reproduce algo de mayor hondura: aquel encuentro de sensibilidades entre el mundo italiano y el teutón que nos iba a dar a Durero y a Mozart, tantas arquitecturas dieciochescas y barrocas o, más cerca de lo suyo, el vuelo de la teología de Guardini. Otra mezcla propia de Benedicto sería la de alta academia alemana con piedad popular bávara: si con una llegó a ser excelencia gris en un concilio, con la otra lograba desplazar los corazones en un sermoncillo de Navidad.
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