Hace unos años, creo que fue en 2015, recibí una veloz lección sobre lo fácil que es convertirse en una persona horrible. Estaba convidado como conferenciante a un acontecimiento en São Paulo, en Brasil, y mi vuelo había sufrido un retraso notable. Los organizadores, miedosos de que los célebres atascos de tráfico de la urbe me impidiesen llegar a la hora asignada para mi intervención, mandaron a una persona para que me recogiera en el aeropuerto y me llevase en helicóptero hasta la azotea del hotel.
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