Como vivimos en un ambiente cientificista y muy mediático, a veces la prensa contribuye a transmitir un mensaje equivocado de los últimos avances en el campo de la ciencia. Lo pueden revisar no solamente los profesores, sino cualquiera que comparta con amigos algo informados una sobremesa: las discusiones están plagadas de datos falsos o de suposiciones que abrevamos en las redes, sin la más mínima confirmación.
Pensemos en la Inteligencia Artificial. Ciertos inocentes creen que, como se ha desentrañado ya el misterio de la razón humana, estamos a puntito de que las máquinas nos sustituyan. Sin embargo, un repaso por publicaciones científicas especializadas lanza un resultado mucho más modesto: apenas tenemos idea de de qué manera marcha el cerebro pues hay mecanismos que se resisten a desvelarse a la luz de los electroencefalogramas.
Y no es que peque de espiritualista. A mi juicio la corriente que tiene la culpa del utopismo científico -o, mejor dicho, pseudocientífico– es el materialismo burdo. Cuando se sostiene que todo se reduce a relaciones entre cuerpos, a moléculas o a redes neuronales es simple que nazca en la sociedad la ilusión de que la ciencia puede explicar todo lo que nos rodea. Además de esto, por muy coherente que se presente, por muy creíble que se oferte y, en último término, por muy preciso que se venda, el materialismo se apoya sobre postulados que no explicita ni discute.
Al fin y al final, el materialista es un miope sin lentes, inútil de distinguir lo que se halla a más de dos palmos de su semblante. Y, como al miope, lo que precisa son lentes para descubrir esas dimensiones de lo real que no percibe
Pero quien cree que la realidad se termina allí donde alcanza la vista no tiene más remedio que ofrecer explicaciones toscas de fenómenos que se antojan bastante complejos y misteriosos -dicho esto con perdón, claro está-. Cabe achacar a quien afirma que somos una amalgama de músculos, ligamentos y huesos una mirada plana, unidimensional. Al fin y al final, el materialista es un miope sin gafas, incapaz de distinguir lo que se encuentra a más de dos palmos de su rostro. Y, como al miope, lo que precisa son lentes para descubrir esas dimensiones de lo real que no percibe.
Hemos mencionado al misterio de la inteligencia, que semeja que nadie todavía ha logrado desvelar. Pero ¿qué decir del amor? ¿Estamos seguros de que no es más que una reacción química, como en ocasiones extienden los charlatanes de la ciencia
The Wall Street Journal ha publicado un artículo en el que se comenta un libro reciente sobre el problema de la libertad humana, otro de los espinosos temas que el cientificismo se empeña en “cancelar”. Puesto que bien, por mucho que algún embaucador, ya sea en las redes o delante del café tras el alimento, insista, al parecer deberíamos estimar una frivolidad la negación del libre albedrío. Y, de hecho, parece que no es tan fácil tirar por tierra un principio que, por cierto, sirvió para afianzar muchos de nuestros logros o instituciones.
Quizá sigan a Harari y consideren, tras todo, que lo más singular que tenemos como seres humanos es la capacidad de inventar “cuentos” para habitar el mundo y que las cosas funcionen. Pero, si lo pensamos bien, lo que el creador de Sapiens suscribe puede ser considerado una idea igual de fantasmagórica e inexistente como las que pretende rebatir.
Sea como fuere, el libro que comenta Julian Baggini en The Wall Street Journal – Freely Determined, de Kennon Sheldon- explica claves interesantes tanto para entender la acción humana como para explicar nuestra libertad. Esta a veces se comprende de una forma superficial, tal y como si ser libre consistiese en elegir. Realmente, la libertad reside en la capacidad de considerar “mía” la acción, es decir, en esa experiencia interior que asegura o confirma que somos la causa de nuestra conducta. Y es eso asimismo lo que explica definitivamente la responsabilidad: ¿a qué pedirnos cuentas de algo que no podemos decir que nos incumba de ese modo?
Para darnos cuenta de lo insostenible que es el determinismo materialista, Baggini explica que, salvo los radicales o los influencers de pacotilla, hay pocos científicos y pensadores que lo acepten de una manera tajante. Lo más normal -gracias a Dios- es sostener puntos de vista modestos. Por servirnos de un ejemplo, el compatibilismo que afirma que hay factores que condicionan nuestras acciones, sí, mas que hay un grado de libertad siempre presente en muchas de ellas.
Ahora bien, ¿qué motiva nuestras acciones? Hay, como es evidente, motivaciones intrínsecas, mas también factores externos, influencias, que pueden llevarnos a dirigirnos por una ruta en lugar de otra. Como se ha dicho, el argumento más concluyentes contra el determinismo es su simplismo, o sea, su pretensión de aliviar el problema tal y como si fuera una mosca molesta: apartándolo de un manotazo.
La libertad radica en la capacidad de estimar ‘mía’ la acción, es decir, en esa experiencia interior que cerciora o confirma que somos la causa de nuestra conducta
Ni el libro de Sheldon ni el artículo de Baggini proporcionan una cumplida respuesta a la cuestión de la libertad. Pero gracias a ellos podemos encontrar algo de luz y comprender mejor nuestras decisiones, como estar más atentos a aquellos fenómenos que amenazan con coartar nuestra libertad. He aquí, a modo de conclusión, dos de ellas: la presión del ambiente y el problema de las multiplicaciones de las opciones.
Como vivimos más expuesto a lo público, es lógico que sintamos coacciones más intensas para no salirnos del rebaño. Eso no es solo una amenaza para la libertad, sino asimismo para el desarrollo futuro. Como vio Stuart Mill, aun quien se equivoca puede contribuir a aclarar un aspecto antes desconocido y servir al progreso.
En cuanto a la paradoja de la elección, nada mejor que leer el libro de Barry Schwartz a este respecto, donde este sicólogo explica por qué tener a nuestras disposiciones muchas opciones puede reducir nuestra libertad. Quizá lo hayan experimentado en esos casos en los que se les abren tantas opciones -en un restorán, en la oferta de una plataforma, en una librería- que no saben lo que seleccionar. Son libres, sí, mas de manera frecuente hay tantas posibilidades que uno se queda, por irónico que parezca, paralizado, como una estatua carente, exactamente, de libertad.