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Dos papas transformados en banderas de una guerra cultural en la Iglesia
elpais.com

Cuando el helicóptero blanco en el que iba sentado Joseph Ratzinger ―y que él mismo había conducido en otras ocasiones― empezó a batir la hélice en los jardines vaticanos y voló hasta el palacio papal de Castel Gandolfo atravesando toda Roma, nadie podía imaginar cómo terminaría aquella aventura. Benedicto XVI había renunciado al papado poquitos días antes y se apartaba temporalmente de la Santa Sede para dejar libertad a un cónclave que proclamaría a un nuevo monarca. El 13 de marzo de 2013, el escogido por el Espíritu Santo ―y cinco votaciones― resultó ser un argentino que debía poner patas hacia arriba la Iglesia universal y barrer todo lo que Benedicto XVI no había logrado adecentar. Cuando retornó, se encerró en el convento de Mater Ecclesiae, a 3 minutos en coche de la icónica entrada de Santa Ana y a solo varios centenares de metros de la vivienda de Francisco. Cumplió su promesa de guardar silencio. Pero la guerra cultural y política que empezó a librarse en la Iglesia con la llegada de Francisco le convirtió, a su pesar, en la bandera de los tradicionalistas. Su muerte reabre ahora un viejo escenario absolutamente nuevo.

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