Un puñado de jóvenes posa ante la cámara en Gaza con el rostro cubierto. Son todos hombres, algunos con fusiles Kaláshnikov y otros con porras de madera. En la frente llevan una banda con las palabras “Comités de Protección Popular”, al estilo de los milicianos, pero mucho más rústica, reflejo de la carencia de casi todo que vive la Franja palestina. Uno de ellos anuncia el nacimiento de los Comités para apoyar al Ministerio de Interior del Gobierno de Hamás en Gaza en aportar “seguridad y estabilidad” y “controlar los precios desmedidos”. Buscan transmitir autoridad, pero consiguen lo contrario: unos 10 veinteañeros (como mucho) para regular la situación generada por la decisión israelí de derrocar a Hamás ―el partido-milicia islamista que la gobierna desde 2007 y lanzó el ataque del 7 de octubre― y de usar la ayuda humanitaria como arma de guerra. Es decir, malnutrición, medio millón de personas al borde de la hambruna, asaltos a los camiones con alimentos y un mercado negro que divide aún más a los gazatíes entre quienes tenían dinero antes de la guerra y quienes no.
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