Por primera vez en su historia el Tribunal Constitucional ha resuelto, por una mayoría de seis a cinco, inmovilizar la tramitación de una iniciativa legislativa después de haber sido aprobada por el Congreso y estando pendiente de su discute en el Senado. Sabíamos que el ejercicio de esa jurisdicción tiene ineludibles consecuencias políticas, puesto que el Constitucional, presente desde hace un siglo en buena parte de los Estados democráticos, debe solucionar enfrentamientos entre instituciones que tienen una clara impronta política y, entre otras competencias, puede declarar la nulidad de leyes aprobadas por quienes representan al pueblo de España y son expresión de la soberanía popular. Exactamente por el hecho de que esas funciones las ejercita un órgano carente de una legitimación ciudadana directa y situado en una situación de independencia respecto del Parlamento y el Gobierno, la aceptación de sus decisiones y la coherente legitimidad social de las mismas descansa en que sean el resultado de la aplicación de la propia norma constitucional, es decir, de un razonamiento jurídico, y no de una argumentación que refleje una determinada opción u orientación política. Y si el Tribunal Constitucional no logra consolidar, en su organización y funcionamiento, dicha posición institucional independiente perderá la legitimidad que le da, como dijo en su día Felix Frankfurter, juez del Tribunal Supremo de E.U. en el tema Colegrove v. Green (mil novecientos cuarenta y seis), estar apartado de “la maraña de la política”.
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