El sobao es mi magdalena de Proust. Si una delicada pieza de repostería activaba en el protagonista de Por el camino de Swann la minuciosa reconstrucción de Combray y su entrañable mundo de ayer, en mi personal e insignificante caso –y perdón por esta primera persona– es un sobao lo que me traslada a ese excitante momento anual de la infancia que era irse de vacaciones. Siempre al norte y, en aquella época, casi siempre a Santander.
El puerto del Escudo era la frontera entre la Castilla estival, recia y seca –aunque la última visión de la misma fuera la inmensa plancha de agua del embalse del Ebro–, y la húmeda y verde Cantabria. Nada más penetrar en el puerto asombraba esa niebla espesa que no se disipaba hasta bien avanzado el descenso, cuando cesaba el olor a freno quemado y las vertiginosas rampas se suavizaban. En aquella época la autovía era solo un proyecto, y la alternativa a la carretera del Escudo, la de Reinosa, era menos grata y más peligrosa.
La niebla desaparecía donde aflojaban las curvas y el mareo. Y al final de una primera recta…