En la madrugada del veintiocho de noviembre llegó a Las Palmas de Gran Canaria un buque petrolero proveniente de Lagos, Nigeria. En la popa, en el timón de la nave, habían viajado ocultos 3 polizones. En el minúsculo espacio que hay entre el casco y la zapa, ni tan siquiera dos metros cuadrados, estuvieron once días, aguantándolo todo día y noche, impertérritos. La fotografía que los muestra, cabizbajos, seguro que conscientes ya de que habían sido descubiertos, es un monumento al coraje, a la bravura, a la determinación, a la fortaleza. Y a esa extraña dignidad a la que no les queda más remedio que sujetarse cuando saben que su travesía puede haber no servido para nada. Aguantaron el frío, la oscuridad, los embates del oleaje, el apetito, el estruendos, y seguramente también el temor. Enseguida tuvieron que enfrentarse a otros escollos, menos duros pero de una eficacia fulminante: los procedimientos, las leyes internacionales. Esta vez tuvieron los apoyos precisos, no fueron devueltos de oficio al sitio de donde salieron; permanecen en España mientras que se soluciona su petición de asilo.
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