Durante la Gran Recesión, la expresión too big to fail —demasiado grande para caer— se aplicó a los grandes bancos cuya implosión representaba un riesgo sistémico. Se interpretó que su colapso podía provocar una espiral tan mortal que salía más a cuenta intervenir y rescatarlos con dinero público que dejarlos ceder a la mala administración de unos directivos que aceptaron peligros excesivos. Tras la quiebra de la plataforma de adquiere y venta de criptomonedas FTX, ese cosmos se encara a un escenario similar. A una escala inferior, pero con capacidad para provocar una oleada de daños a los que no serían inmunes millones de pequeños inversores.
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Chivatazo en FTX
El primer aviso a las autoridades bahameñas de que algo no iba bien en FTX provino del círculo de confianza del consejero encargado, Sam Bankman-Fried. El ejecutivo Ryan Salame, director y presidente de FTX digital, alertó al regulador el nueve de noviembre (cuatro días antes de la bancarrota) de que activos de los clientes “se transfirieron a Alameda Research para cubrir sus pérdidas financieras”, según una declaración jurada de la directora del regulador, Christina Rolle, remitida a los tribunales. El fondo Alameda fue creado por Bankman-Fried, y su financiación irregular con dinero procedente de FTX es una de las patas de la investigación abierta contra él. Según Salame, solo 3 personas podrían haber realizado la trasferencia a Alameda: Bankman-Fried o los dos cofundadores de FTX, Nishad Singh y Gary Wang. “Tales acciones pueden considerarse criminales”, advierte en el documento Rolle. Cuando se le puso sobre la pista, se dio la orden a la policía de investigar el tema, que finalmente ha derivado en la detención de Bankman-Fried.