Joseph Ratzinger era un hombre apacible, nada que ver con el carácter impetuoso de su predecesor, Karol Wojtyla, ni con los aires de cambio que trajo consigo quien habría de sucederle, Jorge Mario Bergoglio, de modo que aquel lunes once de febrero de 2013, cuando a media mañana anunció, en latín y por sorpresa, que renunciaba al papado, los cardenales que le acompañaban ―durante una ceremonia de canonización en la Santa Sede― dieron un respingo. Uno de ellos, Angelo Sodano, hilvanó una contestación en cuanto se sobrepuso del susto: “Santidad, amado y reverenciado sucesor de Pedro, su mensaje ha caído entre nosotros como un rayo en cielo sereno”. La oración le quedó aparente ―ningún sitio como el Vaticano para envolver la nada en papel de regalo―, mas no se ajustaba a la realidad.
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