Jean-François Champollion (1790-mil ochocientos treinta y dos), considerado el padre de la egiptología moderna, ha pasado a la historia por ser el primero en descifrar, hace dos siglos, en 1822 la escritura jeroglífica, gracias al estudio de la piedra Rosetta, un mismo texto en tres idiomas (egipcio jeroglífico, escritura demótica, propia de la casta sacerdotal, y griego) que fue hallado en 1799 a lo largo de las campañas napoleónicas en Egipto. Por este motivo, el nombre del excelente epigrafista francés se recuerda en múltiples artículos, libros, estudios, películas, documentales, esculturas, calles… No obstante, no ocurre lo mismo con el granadino Manuel Gómez-Moreno (1870-mil novecientos setenta), que descifró las escrituras prerromanas a mediados del siglo XX ―pero sin piedra Rosetta de por medio― armado solo con cuadernos y lápices. Su nombre vuelve así a primer plano tras el reciente descubrimiento de la llamada Mano de Irulegi cerca de Pamplona, un objeto de hace dos mil cien años, con cuarenta caracteres en la lengua protovasca y la traducción de su primera palabra (sorioneku, buen vaticinio) por parte de los catedráticos Javier Velaza y Joaquín Gorrochategui. ¿De qué forma pudieron estos desentrañar su significado?
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