La globalización ha dejado de ser un terreno de juego neutro —si es que alguna vez lo fue— donde las compañías examinan los costes salariales, el tamaño del mercado, la seguridad jurídica, o las facilidades de transporte para decidir dónde instalan sus fábricas. Un nuevo actor, el Estado, ha irrumpido fuertemente, cargado de programas de subsidios multimillonarios, para enviar al baúl de los recuerdos la máxima capitalista del laissez-faire. La idea de que los poderes públicos no deben intervenir por el hecho de que el sistema es capaz de autorregularse ha quedado enterrada bajo el convencimiento occidental de que cruzarse de brazos es homónimo de obsequiar a China —sin reparos a la hora de dar ayudas— la hegemonía de ciertos campos estratégicos, básicamente los relacionados con el clima, la energía y la tecnología. Así ocurrió con la producción de placas solares, prácticamente monopolizada por compañías del gigante asiático, que surten al planeta, en pleno apogeo de las renovables, sin apenas competencia por sus bajos costos.
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