Que absolutamente nadie busque en el supermercado productos más baratos que hace un año. Le costará encontrarlos o de manera directa no lo conseguirá. Todo está más costoso. Se paga más por el aceite, más por la leche, más por los huevos, las patatas o el arroz. El dinero se consume ya antes. Hace falta más para adquirir lo mismo. Y las conversaciones sobre de qué manera ha subido todo se han vuelto pesadas por repetitivas. Cada uno lo lleva como puede: pasar por caja con la cesta más vacía, tirar más de marcas blancas, cotejar costos en varios establecimientos quien tenga tiempo para esto, o dedicar algo de ahorro a sostener los hábitos intactos y cruzar los dedos para que la tempestad amaine más pronto que tarde. No sucede lo mismo al acercarse al surtidor, donde gasolina y gasóleo se han abaratado fuertemente una vez digerido en los mercados el desbarajuste por la guerra en Ucrania. Ni al encender el aire acondicionado o poner la lavadora, más económico que un año atrás al diluirse el temor a una falta de suministro eléctrico por el corte del gas ruso.
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