Hace años, un joven periodista del semanario The Economist me contó de qué forma había sido su primer día de trabajo. Alguien le dijo: “Siéntate ahí, imagina que eres Dios y escribe un editorial”. El joven tardó muchas horas en concluir una pieza que le pareció casi gloriosa. Y la entregó. Un par de días después, se la devolvieron corregida por varios especialistas: comprobó que lo que había redactado era poco más que una retahíla de datos inexactos, prejuicios sin fundamento, ideas equivocadas e incoherencias. Fue la mejor lección sobre el oficio.
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