Cuando todo hubo terminado, cuando comprobó que marcar un triplete en la final del Mundial no bastaba para ganarla, Kylian Mbappé se quedó clavado sobre la hierba del estadio de Lusail, encorvado, con las manos apoyadas en las rodillas. Allá fue recibiendo un cariño de Varane, otro de Griezmann, otro de Rabiot. Era el viudo temprano en plena ronda de pésames, recién llegado al tanatorio. Tal vez el futbolista que más había perdido, pues era el que más alto se había elevado.
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