Los dos hablaban varios idiomas. El problema es que ninguno coincidía. El que había llegado del mar traía la lengua de su remota casa, y en ocasiones varias más. Todas y cada una desconocidas, sin embargo, para su interlocutor. Este ofrecía agua, una manta, una sonrisa. Pero no podía dar conversación más allá del inglés o el italiano. En el muelle, el diálogo mudo entre migrantes y voluntarios se repetía una y otra vez. “Quisimos llevar libros, mas no sabíamos cuáles. Ahí se hablaban todas las lenguas del mundo”, recuerda Deborah Soria. Así que se les ocurrió una idea: prescindir de las palabras.
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