En Cantavieja, un bonito pueblo de Teruel subido a un abismo, se juega estos meses el futuro de la humanidad. Si solo fuera esto, en abstracto, la cosa sería fácil. Lo peor es que también está en juego el futuro inmediato y específico del pueblo y el de sus setecientos habitantes. Y como es natural el del regidor, Ricardo Altabas, del PP. Y el del muy bello paisaje de la región. Cantavieja es uno de los ocho pueblos del Maestrazgo incluidos en el más potente parque eólico que se va a edificar en España: ciento veinticinco molinos de nueva generación, de una altura inusual: algunos de ellos miden casi doscientos metros desde la base a la punta del aspa. Los molinos que generalmente se ven desde la carretera alcanzan, como mucho, ciento veinte metros. Cuando empiecen a girar todos, en condiciones de viento óptimas, según calcula la empresa promotora, Forestalia, van a ser capaces de producir la electricidad suficiente para alimentar ochocientos noventa y cinco mil viviendas. Y evitarán que a la castigada atmósfera se arrojen las venenosas toneladas de CO₂. La humanidad, pues, respira contenta. Lo peor es que en Cantavieja, y en Mosqueruela (550 habitantes) y en Fortanete (200), y en los otros pueblos perjudicados, hay gente ―no todos― que no lo está. No se oponen, claro, a la energía eólica, renovable, limpia, perfecta, abstracta. Ellos también son parte de la humanidad. Lo que no aceptan es que la pongan precisamente a un paso de su pueblo, en las montañas que se asoman a su ventana, en la pradera donde pasean por la tarde. En su vida.
Seguir leyendo