No se ha inventado un día más bonito que el de Reyes, la gran celebración de la meritocracia: teóricamente, si has sido bueno, te irá bien; si has sido malo, mal. Son instantes para dejarse llevar, para ver a Melchor, Gaspar y Baltasar llegar simultáneamente a diferentes urbes —en globo, en helicóptero, en paracaídas…—; para esquivar caramelazos en las cabalgatas; limpiar y poner estratégicamente los zapatos; dejar servidas leche y galletas esperando que los Magos — y sus camellos— quepan por la puerta de la cocina tras allanar tu morada cargados de regalos y para imaginar, asimismo, que ya antes de todo eso han depositado sacos de carbón —con lo que mancha— en las casas de los conductores de autobús que te cierran la puerta en las narices tras ver de qué forma te pegabas la carrera del siglo o en los hogares de esos hombres y mujeres que caminan diez pasos por delante de su can para no ver jamás la cagada que dejan delante de tu portal. Son, en suma, veinticuatro horas de ilusión, de magia. Mas Twitter jamás descansa. En esta red social no caben las treguas, no hay lugar para la inocencia.
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