Cambia el mundo y la Cruz permanece firme, erguida e inmutable pese a los cada vez más repetidos ejercicios de acoso y derribo contra sus representaciones, las cruces, que, lejos de las malas pretensiones de manipuladores al uso o advenedizos inquisidores, esperan un nuevo ejercicio práctico de odio por la parte de una grúa, curritos de turno fieles a las órdenes y los que, desde su indigna poltrona institucional, mercadean con la fe, con el arraigo de profundas creencias, con la pasión y sentimientos de un pueblo y gran parte de sus conciudadanos.
Y llovizna sobre mojado, con “lobos solitarios” o practicantes de yihadista, salafista o terrorista. ¡Qué más da! El Mal no comprende de actores. Te llama, te embauca, caes en su trampa y ejecutas sus viles designios con el disfraz adecuado para la ocasión. Y cada vez nos sorprende menos la irrupción estelar de tantos “extras” de la, de casualidad, la misma religión, la musulmana, transformados en potenciales estrellas del prime time de un pánico paradójicamente promovido y subvencionado por el buenismo occidental sin precisar la aparición de un Caballo de Troya en nuestras fronteras.
Así, acuden al objetivo externamente señalado por su “religión de paz” o, acá en España, por los estigmatizadores profesionales del odio a la fe, de ese eterno odium fidei cuyas desgraciadas víctimas pasan, como preámbulo a la consideración de mártir, a engrosar la lista negra de asesinados por muestras de amor a Dios.
Él es el paradigma de los mártires por, de forma voluntaria, exhibir y testimoniar su amor misericordioso por el Padre. Y aquella sangre, como la del sacristán vil y traicioneramente asesinado –sin paños semánticos calientes ni presunciones–, es el caldo de cultivo de nuestra fe, esa de la que Él y Diego Valencia (q.e.p.d.) son testigos y semillas de cristianos, como escribía Tertuliano a los presos en espera de su martirio, desde hace más de dos mil años y, desgraciadamente, en nuestra más colérica y sanguinaria realidad.
Sin embargo, leyendo infames tweets institucionales, escuchando poco afortunadas declaraciones de nuestros regidores, de “hunos” y “hotros” –el que esté libre de pecado que tire la primera piedra–, e impropios testimonios de pseudoperiodistas, “poseedores” de la verdad absoluta y generadores de la discordia, en sus subvencionados escaparates de pantalla, algún despistado podría incluso meditar que el humilde y entregado Diego “falleció” por muerte natural frente a la aparición del “bueno” de Yasin Kanza que, machete en mano, solicitaba su inclusión para una murga en el próximo carnaval, unas raciones de comida o un lugar para, una vez bendecido, esconder el arma por la incomodidad de tenerlo 24/7 bajo su jergón.
Y si llovía sobre mojado con los vociferantes “migrantes” del Allahu Akbar, el diluvio prosigue cayendo sobre esta versión descafeinada de una Europa sumisa que huye del espíritu y valores de su fe fundacional. Aquella fe que hizo grande a la civilización occidental cobardemente se alberga ahora en su propia tibieza ante variopintas imposiciones de un Islam en crisis –como la propia cristiandad– cuyos hijos, en millones de casos a nivel europeo, parasitan y subsisten a costa del ocaso de un continente ciego, el nuestro, asomado al más profundo de los abismos espirituales en espera de definitivamente abrir el vientre de sus inocentes hijos a modo de ceremonioso y ritualizado haraquiri.
Diego Valencia, D.E.P.