Ezequiel aguardó en su habitación a que Juan saliese del gimnasio y pasara por debajo de su casa a darle las buenas noches y cerciorarse de que todo iba bien. Había dibujado para él un colibrí al lado de una nota que le lanzó por la ventana: “Por fin me siento libre, creo que voy a dar el paso”. Dos días después, cumplidos los 1. años, Ezequiel abandonó su hogar, repudiado y acosado por unos progenitores de férreas convicciones religiosas que no admitían su homosexualidad y le creían enfermo y presa del diablo. “Durante mucho tiempo, debí abandonar a lo que era para encajar en el papel de hijo perfecto de una familia cristiana. El día que me fui de casa, mi vida comenzó de nuevo”.
Seguir leyendo