Se dice que el dinero no compra la felicidad. Y Europa, rica si se compara con el resto del planeta, parece cumplir cada vez más con esta máxima. Cerca de la mitad de sus regiones están estancadas económicamente, atrapadas en una contradicción de primer mundo: pese a ostentar una renta por habitante elevada —muy por encima de los mercados emergentes—, han perdido esa chispa que las hizo crecer en el pasado. Un fenómeno que no solo se traduce en un anquilosamiento económico y competitivo; también forma parte de ese cóctel que alimenta el sentimiento de rechazo hacia la política nacional y europea, el mismo que ha llevado al Brexit, las protestas de los chalecos amarillos o el voto a partidos antisistema y euroescépticos.
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