«Siempre escondo, no se le veía más que en la columna, en el momento de la marcha, y en la guerrilla, a la hora del combate, y en él cayó con la imagen del Cristo en la mano, con la pureza virginal en el ánima y con el heroísmo en el corazón». Este es el retrato del padre Vidal, el «Santito» de los legionarios.
De esta forma, el entonces teniente coronel Millán-Astray le dedicaba unas líneas en su libro «La Legión» al heroico soldado presbítero y capellán Antonio Vidal Pons. Era la despedida, el póstumo homenaje al que, a lo largo de tantos meses, había servido espiritualmente como enfermero, acompañante y asistente de todo aquel legionario que precisara de su ministerio en la II Bandera del Tercio de Extranjeros al cargo del comandante Rodríguez Fontanes.
Años atrás, durante su adolescencia, Vidal había gozado de una educación estrictamente religiosa, ingresando en el Noviciado de las Escuelas Pías con solo catorce años. Una vez ordenado sacerdote, pasó a dedicar su vida a la educación de los pequeños con celo apostólico en un colegio de Jaén.
No contento con su labor como maestro, en 1921, decidió poner tierra de por medio alistándose como voluntario en el regimiento Galicia y partir hacía Melilla con la ferviente intención de servir a la Patria. Allí, el padre Vidal, sin dudarlo un par de veces, dio un paso al frente como capellán de la II Bandera legionaria, asistiendo incondicionalmente a sus «legías» en todos los combates que se iban a acontecer desde octubre de 1921 hasta el fatídico día de su muerte.
El 18 de marzo de 1922, se comenzaba el Combate de Amvar -acción emprendida en la Meseta de Arkab-, donde el páter Vidal Pons se encontraba en primera línea de combate mientras que atendía a múltiples legionarios heridos de consideración. No obstante, la afilada hoz de la Muerte empezó su particular coqueteo con el religioso para, poco después, llevarle al más trágico de los resultados.
El capellán, desafiando su propio destino, cayó al suelo tras percibir un disparo en plena batalla cuando ejercitaba el santo ministerio con sus queridos legionarios. A los veintiséis años de edad. su misión terrenal había terminado por orden del Todopoderoso.
El páter ya no respondía a las agobiadas llamadas de quienes, con sofocación y desconsuelo, intentaban reanimarle. Su semblante pareció esbozar una leve sonrisa que, segundos más tarde, se desdibujó de forma lenta transformándose en un frío y pálido rostro.
Ese fue el combate final en el que expiró su último aliento de vida y, como ocurriría con el comandante Carlos Rodríguez Fontanes, un eterno silencio llenó las voces y corazones de los allá presentes ante una tentadora dama vestida de blanco que, tras fundirse en un abrazo con el capellán, emprendió el viaje hacia donde, con honor y dignidad, habitan los que les habían antecedido en el camino de la gloria.
Roto, descalzo, obediente a la suerte,
cuerpo cenceño y diligente, tez morena,
a la espalda el morral, camina y llena
el certero fusil su mano fuerte.
Sin pan, sin techo,
en su mirar se advierte
vívida luz que el ánimo sosiega,
la limpia claridad de un ánima buena
y el augusto reflejo de la muerte.
No hay su duro pie risco vedado;
sueño no ha menester,
treguas no quiere;
donde le llevan va; jamás cansado
ni el bien le sorprende ni el desdén le hiere: sumiso, valiente, resignado
obedece, pela, triunfa y muere.
«Nuestro Soldado». Amós de Escalante y Prieto